Aquella gran ciudad se le había quedado pequeña, se sentía atrapada entre su gente y su rutina. En varias ocasiones en los últimos años había pensado en cambiar de vida, dejar todo lo suyo atrás, porque ni siquiera lo sentía suyo, pero nunca había llegado a hacer caso a lo que en esos momentos sólo le pareciron tonterías.
Ese día lo supo, ya no quería vivir allí, ya no quería ser la Aurora que todos sus amigos conocían, ni la Auri que toda su familia añoraría, ni la Aurora Fuentes que dejaría de recibir la nómina a fin de mes en la redacción de una manipulada cadena de televisión, porque ninguna de esas tres mujeres era feliz ni se sentía satisfecha. Había vivido siempre llevada por una arroyadora corriente que no le había permitido ver que podía haber caminos paralelos al suyo, o que en algún momento podía haber tomado un desvío hacia alguna parte.
Salió aquel día de los estudios de televisión, y se reunió con Andrés, su ex, pero en la actualidad su mejor amigo. Fueron a tomar algo como un día normal, cenaron en una de esas impersonales cervecerías que en cadena habían invadido los viejos locales del centro de la ciudad, y mantuvieron una conversación no más extraña ni más aburrida ni más divertida que la de cualquier otro día. Aurora quería contarle su decisión a Andrés, de hecho, él era la única persona a quien pensaba contárselo antes de desparecer de una ciudad que ya no le parecía más que una cárcel. Pero no supo cómo hacerlo, y cuando ya se iban a despedir, ella volvió a intentarlo sin alcanzar a decir más que -mira Andrés, quería comentarte que ... que ... no podré ir contigo al teatro la semana que viene, me ha surgido una reunión ese día y al parecer terminará tarde; lo siento pero será mejor que le pidas a otra persona que te acompañe-, a lo que él sólo pudo decir -joder, Aurora, te has puesto tan seria que me has asustado, pensaba que me ibas a decir algo importante; no pasa nada, ya buscaré pareja para esa noche.- Se despidieron con un beso en la mejilla que se prolongó más de lo habitual, o quizá sólo se lo pareció a ella porque trató de aprovecharlo al saberle el último.
No contaba con grandes ahorros, pero sí los suficientes para tirar unos meses, y la casa en la que vivía no tenía hipoteca ya que la había heredado, no tenía hijos ni animales, no había nada que pudiera servirle como excusa. Todo lo que necesitaba para irse era su modesto coche, las tarjetas de crédito, y el valor que nunca había encontrado y que ahora llevaba guardado en la maleta.
Llamó a su jefa a primera hora, cuando teóricamente ella ya debía estar leyendo las comunicados que llegaban cada mañana de las agencias de información - hola Piluca, mira, que te parecerá una tontería lo que voy a hacer pero quiero que lo respetes, lo siento si te dejo en la estacada, pero no te preocupes, en seguida me cubrirá cualquiera de esas jovencitas con ganas de triunfar ... sí Piluca me refiero a eso, que lo dejo, me despido ... espera ... entiéndelo ... me estoy asfixiando, aun no tengo cuarenta y ya me parece haber perdido la mitad de mi vida en otra vida que no me gusta, en la que no soy feliz ... lo siento Piluca ... siento que te lo tomes tan mal ... te llamaré un día de la próxima semana cuando estemos las dos un poco más calamadas ¿vale? ... me ha gustado trabajar contigo, de verdad, no es el trabajo lo que me echa de aquí ... un beso, jefa.- Colgó el teléfono, se recostó en la silla de la cocina y cerró los ojos, se sentía ya con un peso menos encima. Ahora le quedaba quitarse otros muchos, pero lo haría poco a poco, cuando ya estuviera en su destino. Metió lo más imprescindible en las dos únicas maletas que tenía, salió a la calle y respiró ese mismo aire que días atrás se empastaba en sus pulmones y que ahora tan sólo le parecía un aire sucio y seco.
Siempre le había gustado Gijón, cuando el mar enfadado invadía el paseo marítimo jugando a hacer correr a todos los viandantes, cuando la fina lluvia que caía sobre sus calles cuadriculadas hacía de sus baldosas peligrosas trampas resbaladizas, cuando su casco antiguo incluso lleno de gente le seguía pareciendo uno de los lugares más acogedores en los que había estado, cuando la fresca humedad del ambiente rozaba su piel mostrándole uno de los más simples pero también de los más agradables placeres. Por eso pensó en esa ciudad para encontrar la vida que le correspondía y había dejado perdida en manos de no sabía quién durante 38 años.
La primera noche y las doce siguientes las pasó en un pequeño hostal a las afueras desde donde realizó el resto de las llamadas que inevitablemente tenía que hacer, cerca de un parque y sin vistas al mar, pero que sin embargo recibía de éste la brisa al amanecer y al anochecer. De ese alojamiento pasó a un pequeño piso en alquiler y amueblado, con una mínima balconada de madera color añil orientada al paseo marítimo.
Empezó a buscar trabajo, en un principio en la biblioteca municipal, después en librerías y museos, incluso en el departamento de documentación del ayuntamiento y en la oficina de información turística, pero al no encontrar nada, y ante la necesidad de volver a hacer que sus cuentas bancarias no dieran miedo al verlas, aceptó otros trabajos menos gratificantes, sirvió en una cafetería, vendió cámaras fotográficas en un centro comercial como los que habían colonizado esa gran ciudad que había dejado atrás, y finalmente, encontró un trabajo que le gustaba y además le dejaba libre todas las tardes, en la emisora de radio local con más audiencia. La nueva Aurora no desaprovechó esas horas libres vespertinas y comenzó un proyecto que hacía mucho tiempo le rondaba la cabeza; igual que encontró el momento para salir de aquella opresiva ciudad, ése era el momento para empezar a escribir su libro.
Todas las tardes se sentaba cuatro o cinco horas a enredar y desenredar su novela; las primeras 100 páginas escritas fueron un derroche de imaginación teñida de tonos grises, el hilo conductor no era capaz de escapar de la tristeza y la melancolía, dio vueltas y vueltas a la historia, cambió los nombres de los personajes y las relaciones entre ellos, cambió la localización y el argumento central, pero todo aquello no hizo sino emborronar aún más todos aquellos matices negruzcos.
Un tarde soleada, justo cuando iba a comenzar de nuevo a revisar los capítulos de la novela, la fuerte luz del sol reflejó su figura en el vidrio de la centana y el viento giró ligeramente la hoja de ésta obligando a Aurora a verse a ella misma en aquel cristal cubierto de salitre. La complicidad del sol y el viento hicieron sonreir a la Aurora reflejada, y entonces pensó -pues si sonríes tú, yo también puedo- y la imagen reflejada le contagió una risa tonta que se autoalimentó durante un buen rato. Cuando a las dos mujeres se les pasó el repentino e inexplicable ataque, Aurora le dijo a su reflejo -oye tú podrías ser un personaje interesante ¿me dejas escribir sobre tí?.-
Y así fue como comenzó el libro que le devolvería su vida perdida, el libro en el que volcó todo lo que le quedaba por vivir a la mujer reflejada en el cristal.