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en las blancas praderas

concentración

I.

- Es un libro que estoy leyendo, que me revuelve, me dan ganas de clavarme cosas punzantes.
- ¿Qué libro es?
- No te lo diré.
- ¿Por qué?
- Porque sabrías demasiado. Me avergonzaría.
- A mí me llena de paz el que estoy leyendo.
- ¿Cuál es?
- No, no, no te lo diré.
- ¿Por qué?
- Porque también tengo intimidad.
- Perfecto. Me daré la vuelta y no te miraré. Si crees que me importa estás muy equivocada. Sé que lo dices porque yo no te he dicho el mío. Ay, he comido demasiadas anchoas. Las tengo a todas nadando en el estómago, anudándose.

II.

Querida hormiguita:

¿Recuerdas cuando te observaba trabajar? Siempre has sido tan delicada. Refulgías medio de las otras blandengues, dura y metálica. Yo fui el primero que te vi. Estaba siempre tan excitado por aquella época, sin dirección, sin saber cómo verterme afuera. No había nada que me excitara más que verte CONCENTRADA en los descansos, con tus libros. La concentración me puede, siempre me ha podido, no puedo contenerme ante la concentración, necesito tomar un instrumento y descerrajar algo, tengo esa necesidad. Queridita, queridita flor. Nunca me perdonarás. La añoranza de verte en la cadena de montaje, utilizando las manos, tan inmensamente seria, me llena de ansiedad. ¡Cuánto me has dado!
Ahora sé cuándo se estropeó todo. Tú me suplicaste que te hablara de ella, y gritaste de libertad. Sé que te produce tanto dolor que mencione sus muslos que no podrás ni llorar. Eres una pobre ingenua si crees que me importas en absoluto, siempre has sido una pobre ingenua. ¡Lee! ¡Lee tu mierda de libros y muérete! Y su garganta, y sus ojos, y su culo y su ombligo…

Te quiere,

No te quiere. ¡No te quiere!

III.

Ella entra, seria y dura. Es de metal, es igual que una hormiga de metal, casi no habla. Su cara de lado es lisa, de una pureza que nunca he visto. Cuando expulsa el humo del cigarrillo, con su pelo liso tras la oreja, es como una niña. Lee el periódico y después se sienta en el grupo de los gemelos. Creo que sale con un gemelo, no sé cuál, pero jamás la he visto tocar a nadie. Jamás me mira cuando me pide algo, y no permite que le toque la mano al darle el cambio. Sin embargo, cuando sale, tambaleándose, casi cayéndose, apoyándose en los respaldos de las sillas, ¡oh!, me mira y me saca la lengua, siempre seria. Se va antes que los otros, quizá porque aguanta menos. A veces se cae en la puerta, y yo la recojo, y llamo a un taxi, y espero con ella a que llegue el taxi, y la beso, y la toco por todas partes, todo lo que quiero. Si vomita la tomo por los hombros y la vapuleo y la insulto. Ella nunca recuerda nada.

piel

I.

Pegarse un bebé al cuerpo, como un monito, ora triste, ora sonriente. Tira todos los bártulos a la basura: la bañerita, el cambiador, el andador, el carricoche, la sillita, la trona, la ropita, los zapatitos, las toallitas, los pañales, la leche, los cereales, las cremas, los champús y geles, el hierro, la vitamina c, el sonajero. En Natura venden una especie de mochilas, como los mantones de las indias o de las africanas, para llevar a los bebés como una segunda piel, pegados a la cadera, como monitos, incrustados en la piel, monitos dulces. Puedes llevar uno amarrado a la cadera y el otro de la mano, con el culo al aire. Tienen que estar sucios, con las caras llenas de mocos secos y tierra, las manos negras. Caminarás hacia el campo tirando del que camina mal y allí te pondrás a buscar tallos tiernos de hierba. Tienes que poner el monito en la espalda y conseguir agacharte, doblarte por la cintura, las piernas abiertas y flexionadas, y que el monito no se caiga, que siga pegado a tu piel. Diréis adiós con la mano, desde el campo elevado, serios como fantasmas, a los coches que pasen por la carretera. Dormiréis en un campo de maíz. Ahora hace calor, tú te enroscarás y los meterás a ellos en medio de ti y os taparéis con el mantón. Tendrás los pies llenos de heridas por andar descalza, pero te acostumbrarás. Y déjalos, déjalos que coman tierra.

II.

Ella llega a casa y le pide a su marido, por favor, que no haga preguntas, que no quiera entender, que recorra su cuerpo con un dedo. Se tumba desnuda en la cama y le pide que, sin tocarla de ninguna otra manera, recorra su cuerpo inmóvil con un dedo, comenzando por las cinco uñas de los dos pies, dibujando ríos que confluirán, lentamente, y que cuando llegue a la cara permanezca allí. Que recorra su cuerpo con un dedo. Según el dedo la va recorriendo un líquido transparente empieza a fluir de sus ojos. Basta un dedo, basta un dedo. Cuando el dedo recorre sus cejas, sus párpados, las aletas de la nariz, es una fuente incontenible de agua, inunda la habitación, su marido se asusta, ella no puede abrir los ojos y el líquido sigue fluyendo, ahora amarillento, como pus. El marido deja de acariciarla con el dedo y horrorizado ve cómo ahora sale sangre de los ojos de la mujer, sangre con cuajarones de pus. De su boca sale también sangre. Él empieza a llorar y a llamarla al oído. Poco a poco lo que sale de sus ojos se va haciendo más transparente, hasta que vuelve a ser esa especie de agua que salía al principio. Él lame los ojos de ella y dibuja su cara por última vez con la punta del dedo.

III.

- Quiero ser un mono yo también y estar siempre agarrado a tu cadera. Ése sería mi deseo si pudiera conseguirlo.
- ¿Cómo se llama el ruido de los ciervos en celo? No lo recuerdo, pero quiero que lo hagas para mí. Ahora.

la tierra

I.

Están tomando el sol. Todo huele a crema bronceadora. Un refresco de naranja caliente, con moscas, perfuma toda la zona, y el cloro, y la hierba, y la tierra, y el plástico. Hay que llorar con esa combinación.

- Bueno, chica, pues así son las cosas, si tú sueñas que te follas a tu madre es porque te la quieres follar.
- Soñé que follaba contigo.
- Vaya. Sabes que los sueños son la realización de nuestros deseos. Es que quieres follar conmigo.
- ¿Estás loca?
- No, es así aunque tú no lo reconozcas. Eres una reprimida. Seguro que te gustó el sueño.
- Imbécil. Soy la persona menos reprimida que conozco. Soy tan poco reprimida que mis sueños no sólo no necesitan disfraz sino que ellos mismos son con seguridad metáforas de algo mucho más inocente. Si sueño que follo a mi madre no es que quiera follar a mi madre, es que probablemente quiero ser una niña o algo así.
- Anda ya. No te lo crees ni tú. Eres una pervertida.
- Y tú eres grosera y anormal.

II.

Está tomando el sol sobre una ladera húmeda. Está vestida porque es el principio del verano y no tiene ni siquiera una toalla. Quiere poner un poco morenas las piernas, al menos. Lee tumbada boca arriba, tapando el sol con el libro, pero la claridad la ciega. Se da la vuelta, se pone boca abajo, el libro sobre la hierba. Llovió durante la noche y la tierra blanda exhala vapor.
De vez en cuando se da un manotazo en una pierna para espantar algún insecto, pero suelen ser sólo hierbajos que se le han quedado pegados y la brisa agita. Acerca cada vez más los ojos a la hierba, echa el libro al lado, pone la cabeza sobre las manos y mira por debajo del brazo a la gente que hay tomando el sol, en bikini, con cremas, oye sus voces lejanas. Pega la cara al suelo e inhala. Suda y empieza a babear. Escarba con la nariz y la boca en la hierba tupida, prueba los tallos tiernos, llega a la tierra esponjosa y negra, y muerde, se llena la lengua de tierra, la mezcla con su saliva, empuja, empuja, como un cerdo buscando trufas, mete una mano, la otra, y empieza a nadar. Crawl: un brazo, otro, como un topo, ondeando el cuerpo, como un gusano, girando, como Esther Williams en el negro humus. Llega al búnker y hace un alto en el camino. Es una pequeña ermita en medio de la tierra, verdaderamente en medio (ríe), un buen refugio, piensa que lo recordará para otras veces, para cuando haga falta. Está fresco y la luz aún funciona, luz anaranjada de los años 40. Se ha dejado el libro arriba.
En la superficie todos los viejos se han puesto a golpear furiosos los macizos de flores con su bastón.

vibración

I.

Pasan las páginas de un catálogo.

- Qué luz tan horrorosa hay en este sitio.
- Cada maquillaje tiene su cosa.
- Ya, a mí me gusta más éste. Mantiene el rubor durante tres o cuatro días.
- Sí, porque éste dura más, pero te pones muy cerúlea más rápidamente, la verdad.
- Hombre, el que mejor textura y fondo tiene es éste de aquí, mate, éste queda verdaderamente precioso. Mira ésta qué mona.
- Sí, es cierto. Bueno, el ataúd hace mucho, que conste. Yo no sé cuál es mejor teniendo en cuenta los pros y los contras. Dios, ésta parece viva, mira. ¿Qué vale más, estar muy guapa tres o cuatro días o menos guapa durante más tiempo?
- No sé, pero tienes que tener en cuenta que sólo se usa una vez.
- Ya. Pero por otra parte, después de enterrada tampoco te va a ver nadie.
- Bueno, te ves tú.
- Ni siquiera. Ni te puedes retocar.
- No, creo que no. No sé, siempre hay que estar presentable, no se sabe.
- Ya. A lo mejor pasa algo. Mira ésta qué horrible está, por favor, de qué se habrá muerto, no sé cómo la ponen en un catálogo. No habrá modelos mejores.
- No sé, éste queda divino, de verdad, una piel tersa como de muñeca.
- Demasiado de muñeca para mi gusto. Creo que dadas las circunstancias es mejor algo de apariencia más natural, más imperfecta. Lo perfecto quizá parezca demasiado muerto.
- Ya.
- Es difícil. Imagínate que pasa algún imprevisto. Se llevan los moños japoneses, ¿eh?
- Sí, mucho. Sin duda, hay que estar preparada.
- Y aunque no pase. Hay que estar presentable, aunque sea bajo tierra.
- Sí.
- ¿Y si te queman?
- Ay no. Antes muerta.

Las dos que hablan están en sendas camillas, en el tanatorio del hospital. No mueven los labios y no se mueven ellas. Están hinchadas y amarillentas y tienen los ojos abiertos, un poco desorbitados.

II.

Ella siente cómo su corazón se acelera. Tiene que abrir la boca para respirar, porque está muy agitada. Lo comprende todo. El ponente habla y en sus palabras están las palabras de ella. Siente una emoción intensa en el estómago, junto con una pequeña e inadmisible pena de perder lo que consideraba propio. Pero es mayor la alegría de no saberse sola. Ni siquiera es un hombre el que usa sus palabras, sino un sistema de pensamiento completo. Ella se siente hermanada con el hombre que habla, con el ponente. Sus intuiciones desmenuzadas, clasificadas, aclaradas, simplificadas… puestas en limpio, prestas para subirse sobre ellas con el índice apuntando al frente. Le parece un poco falto de respeto el tono casi de aburrimiento con el que habla el ponente, teniendo en cuenta la profundidad y la importancia de lo que dice. Ella lo mira con intensidad, diciéndole con la mirada que lo comprende. Que lo COMPRENDE. Que lo comprende perfectamente. Siente que tiene todo el derecho de sentirse posesiva con el hombre, porque probablemente sea la única persona que está tan cerca de él en toda la sala.
Cuando termina el acto hay una pequeña reunión informal a la salida. Ella espera la oportunidad de poder hablar con el hombre a solas. Quiere decirle que ha ocurrido una maravillosa coincidencia, que ella sabe de qué habla él, que está en el secreto. Que escribe a veces poemas y que si él los leyera comprendería porqué, porqué ella tiene acceso privilegiado. Que ella lo solía llamar Vibración, pero es exactamente Eso. Por fin él está solo un momento. Ella se dirige a él, nerviosa, y le dice que quería decirle que la conferencia ha sido muy importante para ella porque ha hablado de cosas que comprende muy bien.
En el momento en que lo está diciendo siente, por una parte, la ridiculez de sus palabras, lo pretencioso de tal afirmación, vaga y grandilocuente, y por otra parte, la mirada de él, entre despectiva y divertida, pero brillante quizá por primera vez en la noche, la mirada de un hombre sobre una mujer que intenta expresar algo elevado pero cuyo pecho se agita y cuyas mejillas están sonrojadas y cuyos ojos están húmedos y llenos de admiración. Ella lo intenta, pero mientras habla se da cuenta de que pierde fuelle por momentos, el hombre no la escucha, no la está tomando en serio. Endurece la voz, le pone bordes y se retrae y habla un poco más, cada vez más estúpidamente. Pero de poco sirve, porque el hombre se muestra cada vez más condescendiente e interesado, así que al final sonríe y entrecierra los ojos y se pone en su puesto y ríe las gracias del ponente. Mejor algo que nada. Su humildad le impide decirse a sí misma que el hombre es un imbécil o un cínico. Parece ser que irán a tomar algo cuando todo eso acabe.

III.

Un vibrador. Dejando a parte lo ridículo de un vibrador, en la acepción normal de la palabra, pensemos en un vibrador, en El Vibrador. Pero no dejemos del todo aparte los vibradores en la acepción normal de la palabra. Porque también vibran, de ahí su nombre. Lo importante es la palabra.
Pero un vibrador. Un vibrador en la acepción normal es ridículo, o más bien patético por lo que de rendición tiene. De atenerse a la miserable tecnología. Por lo poco vibrante. Pero me desvío del tema.
Imaginemos un vibrador invisible, que no repercuta. Un vibrador tan fino que no se pueda ver ni con el más sofisticado equipo. Una onda originaria, que no sea la reverberación de ninguna otra onda.

Un vibrador infinitesimal en medio del universo.

Y cómo hace que todo lo refleje, cada vez más exuberante.

Cómo tiemblan las lianas.

Luego tiemblan los ríos aceitosos. Y las casas. Y los relojes, los niños con caras sucias, los telescopios y las pantallas de plasma.

Imaginemos una muerta maquillada que no vibra, demasiado tersa. Ha elegido el maquillaje duradero un poco amarillento. ¿Existe? Un vibrador repercutidor Cosmos 2010, directamente de la frecuencia originaria. ¡Cómo se deshacen los bosques y las montañas! ¡Cómo explotan como palomitas de maíz los fuegos de artificio, a ras de tierra! ¡Cómo caen meteoritos en los lagos! Cómo se rasga el fondo, se llena el cielo de agua, se deslizan las praderas y los túneles salen de la tierra. ¿Existe? Si ponemos el vibrador Cosmos 2010 sobre su pecho ¿temblarán sus labios? ¿Y si la muerta está enterrada desde hace meses? ¿Qué ocurrirá si ponemos el vibrador Cosmos 2010 sobre su pecho? Nunca se sabe lo que puede ocurrir. ¡Ah, si al menos fuera cierto que repercute directamente la frecuencia originaria! Maldita publicidad engañosa.

transparecia

aún me estremece
y ya lo he olvidado

no había cielo
sólo esas nubes sólidas
no había viento

ardía el aire
la piel
ah

la ola era enorme

hierba que se inclina

Era un camino estrecho entre hierba que se inclinaba. Flores blancas y azules se inclinaban también. Se inclinaban las curvas y temblaban un poco. Era un camino estrecho hacia una casita escondida. Caminaba y oía su respiración y el ruido de sus pasos. No tenía reloj. Cuando llegó al pequeño claro ya no había sol pero todo estaba aún caliente y naranja, salía el calor de la tierra y de la piedra. Atravesó el río saltando de roca en roca, y sus pies hicieron un ruido seco y hogareño sobre ellas. Caminó hacia la casita, de cuyas ventanas laterales salían arbustos de flores blancas y arbustos con bolitas rojas. En una de las ventanas del frente, en el alfeizar, colocó cuidadosamente los cacharritos que había llevado en la mochila: cazuelitas, platitos, cuchillitos, tenedorcitos. Era una cocinita casi completa, de aluminio, perfecta. Dispuso la mesa para ocho comensales y después escuchó el silencio del bosque que la rodeaba, las ramas que crujían y susurraban. Caminó alrededor de la casa, observando la vegetación del interior, los pequeños espacios suficientes para acuclillarse y dormir encogida en medio de la espesura en medio de la casa en medio del bosque. Se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas.
Esperó durante una hora pero no llegó nadie.
Tendría que volver con su padre que estaría con seguridad enfadado por haber tenido que esperarla. A lo mejor la había estado buscando. A lo mejor había alarmado a toda la gente del bar y todos la estaban buscando.
Dudó si recoger los cacharritos o dejarlos allí y finalmente prefirió dejarlos. Así se congraciaría con quien fuera que pudiera habitar la casita. Volvería, y quizá si ahora habían estado observándola, se atreverían a desvelarse la próxima vez. Pensarían que era una buena niña, una niña dulce y generosa, paciente, no amenazante, que merecía quedarse a vivir con ellos. Pero ya era casi de noche.

espeleología

busca mi pupila
un campo de flores
en una mina profunda dentro de la cual todo
incluso las ardientes efigies del sexo
los castillos y los charlatanes

sí, estoy enferma

incluso las gargantas, neveros
nubes, sueño, todo
sobre todo el sueño
bulle

los pájaros eléctricos los ciervos
en el fondo
mi pupila
se agita

¿huele a podrido por aquí?

uy cómo ruge el devorador de las cavernas
uy qué cara de tomate chino qué miedo

el redondo apestoso tiene cara de malo

deja mi escote
(censurado)

¿preparado para mi venganza?

no huyas, cobarde
te voy a comer con faba beans
y cacola con cafeína

puedes

dolor de nube
un dolor de leche para ti
un dolor de chicle para tu mañana titilante
hace años que te husmea como un perro sin dueño y quién sabe
si ahora te ha echado la pata encima, al fin

puedes dejarte mecer
pasan coches por los charcos, mientras
cae pintura de las paredes y crece espuma en las paredes

puedes buscar manzanas escondidas bajo el agua
en la ciudad de cristal
donde las bolsas de plástico que arrastra el viento

abrazada a la farola
la frente contra los surcos negros
puedes decir adiós con los ojos cerrados
y gritar algo así cómo
qué pasa con la inquietud

la pequeña cerillera

Cuando tenía 12 años empecé a crecer desmesuradamente. O así me lo parecía a mí. En seguida dejé a mis compañeras en la falda mientras seguía escalando hasta que, con 14 años, daba la impresión de ocupar las habitaciones con mi presencia, de absorber la energía de mi entorno. Los chicos se alejaban de mí, pero yo ya me había convertido en un cachorrillo por dentro. Eso me decía a mí misma, con una ternura de autoconmiseración en el tono que me emocionaba. Me veía a mí, ahí en mi interior, como la pequeña cerillera, calentándome con cerillas en medio de la nieve, esperando que llegara algún príncipe a salvarme. Atrapada por un alud. Esta sensación duró años. Soñaba a menudo que era una chica abrazable, que despertaba en los hombres sentimientos de protección. Pero no: yo era grande y de rasgos duros que nunca inspiraban ternura.
Es extraño que guste a los hombres, aunque alguna vez he despertado pasiones sorprendentes, mucho más tarde, claro está. Mi nariz es ligeramente aguileña. Mis ojos son como almendras siempre entrecerradas, con los párpados un poco hinchados que me hacen parecer somnolienta. Tengo la boca muy grande, y los labios finos pero bien formados. Y muchas pecas alrededor de la nariz y en las mejillas. El pelo totalmente liso y castaño, aunque ahora es blanco. Me descubro describiéndome según mi imagen en su momento álgido, mi imagen cuando más belleza alcanzó, allá por la década de mis 20. Pero puedo seguir hablando en presente, ya que considero que tengo todo el derecho a sentirme así. ¿A quién, si no, pertenecería esa imagen? Es, innegablemente, mía, mías son las vivencias de este rostro que he descrito, míos los recuerdos de esta piel que aún me cubre y que aún se eriza. Mi cuerpo es parecido al de las mujeres que pintaba Picasso. Mis músculos, mis hombros, son de nadadora. Siempre he sido una excelente deportista, y destacaba en todos los deportes de agua. Aún conservo varias medallas de natación por alguna parte, los collares de la estrella del equipo, aunque de buena gana habría cambiado todo aquello por un cuerpo delicado. Yo quería representar el lago de los cisnes, me sentía etérea como una heroína romántica. Tardé mucho tiempo, hasta los 20 o 24 años, en mirarme un brazo, no digamos otras partes de mi cuerpo, y no sorprenderme de que me perteneciera.
Mis amigas eran objeto de bromas útiles para el contacto durante nuestros años bobos, como hacer cosquillas, derribar al suelo o levantar en brazos. A menudo un chico tapaba los ojos de alguna desde atrás y preguntaba “¿Quién soy?”. Ellas tenían naricillas graciosas y largas pestañas. Eran deliciosas, como pajaritos o comadrejas o cochinillos, cada una en su estilo. Yo miraba con una sonrisa que pretendía ser digna y era un poco triste.
Había un chico que me gustaba mucho. En una ocasión me había ofrecido un cigarro y cuando yo lo iba a coger del paquete lo había alejado varias veces para reírse un poco, con un sentido del humor que me pareció divino y en el que creí entrever una atracción especial por mi persona. Desde aquel momento lo había considerado como mi chico, aquél que, aún sin salir con él, era para mí, mi príncipe, mi desvelo. Lo esperaba cada día, y a veces ni siquiera hablaba con él, sólo le decía hola con un gesto de cabeza. Una tarde, en que todos jugueteaban a perseguirse, yo eché a correr detrás de él, como mis amigas hacían. Lo atrapé en medio minuto y lo derribé al suelo, me senté sobre él y lo inmovilicé. Él se revolvía en el suelo, avergonzado, pero yo estaba desenfrenada, la energía me había arrollado como un tren, y no me di cuenta de que el juego no era infantil sino de cortejo, y de que mi papel no consistía en inmovilizar al oponente sino en dejarme inmovilizar por él, lo cual era casi imposible.
- Ríndete – le gritaba, muerta de risa. - ¡Ríndete o no te dejaré ir!
- ¡Déjame, animal! ¡Que me dejes, te digo, imbécil!

Estaba a punto de escupirle, porque así jugaba en casa, con mis hermanos. Ganaba el que escupía al otro en la cara. Pero no lo hice. Todos se reían alrededor como locos, y yo también. Aún recuerdo su cara cuando dejó de debatirse, sobre el césped. Sus ojos verdes y sus labios rojos entreabiertos. Me incliné y lo besé en la boca. Entonces él saltó como una fiera, se desembarazó de mí arrojándome al suelo y se puso en pie, alejándose.
- No se te ocurra acercarte a mí en tu puta vida.

Eso dijo. Yo estaba en el suelo, aún con una sonrisa en la boca, y en ese momento lo comprendí. Que era otro juego. Él se puso a fumar enfurruñado y sin hablar con nadie mientras los demás seguían riéndose, de él, de mí. Se apoyaban unos en otros para reírse. Yo me miré y vi a la pequeña cerillera allí encogida y le pregunté, con rudeza, cómo no me había advertido.

un día marcado

Cuando tenía 16 años perdí mi virginidad. Lo recuerdo tan sólo porque era consciente de la importancia del momento, es decir, porque sabía que aquel momento debería estar marcado en el futuro en el calendario de mi pasado. Yo estaba veraneando y él era un chico de un pueblo vecino unos años mayor que yo. No fue exactamente una violación, pero desde luego hubo una cierta presión psicológica, un temor mío a negarme. Sabía perfectamente aquello de que si no estás dispuesta a ir hasta el final no debes de ir con un tío en su coche, de noche, a un lugar donde nadie pasa. Además él era muy bruto y estaba medio borracho, al igual que yo. Qué decir. No disfruté. Sudábamos, me moría de sed. Ya había visto a otros hombres desnudos, pero aún me sorprendía la fealdad de aquella cosa que colgaba y tomaba vida propia. Cuando acabamos encendió los faros del coche, y yo le pedí que no pusiera música (cuando íbamos al bosquecillo había ido escuchando una música grotesca) y que esperáramos un rato antes de regresar. Mientras fumaba en silencio sintiendo cómo la luz potente de los faros hacía un nido en la oscuridad, cómo la maleza se revelaba y retorcía contra la agresión, me sentí aliviada. Había querido que pasara cuanto antes aquel momento, no deseaba seguir siendo virgen, y, al fin y al cabo, ya lo había conseguido. Ahora, cuando pienso en ello, me pregunto de dónde surgía aquel deseo de no ser virgen más que del mismo lugar prefabricado que el deseo de fumar, de emborracharme hasta caer desmayada. Porque no nacía, evidentemente, de un deseo real. No disfrutaba, ni disfruté hasta al cabo de mucho tiempo, de aquello. Quería quitármela como si fuera algo por lo que tenía que pasar tarde o temprano y cuanto antes ocurriera antes podría sentirme relajada y libre. Tenía que quitármela para no tenerla encima, para no ser virgen, lo cual era vergonzoso. Después, cuando volvimos al pueblo, caminaba por la calle y me sentía rara y salvaje. Me preguntaba si se notaría algo al hablar con los amigos a los que reencontraba después de la escapada, porque una vez había leído en una novela que no sé quién tenía “la rigidez típica de las vírgenes” y me imaginaba a mí misma más flexible, de alguna manera más blanda o expresiva. Me sentía una mujer de mundo. De todos modos, inesperadamente, cuando regresé a casa, a la soledad de mi habitación, cuando me metí en la cama para dormir, me descubrí a mí misma escarbando hacia el fondo, haciendo una madriguera bajo las mantas para llorar.

mi primer recuerdo

Nací en una piscifactoría. Descendían por la colina, como bancales de sombra, los estanques, alargados y llenos de silenciosas truchas. Mis hermanos mayores cuentan que nos tumbábamos boca abajo en el borde e intentábamos atraparlas con las manos. Había también un río de agua saltarina, con pequeñas cascadas, remansos, pozos estrechos y profundos. Todo era agua. Incluso nos bañábamos con la manguera que utilizaba mi abuelo para limpiar el lugar. Los árboles rodeaban el recinto de la piscifactoría y en los días soleados susurraban y dejaban colarse a los rayos. Mi primer recuerdo es una sombra blanca expandiéndose. Yo caminé hacia atrás empujada por la onda de pánico, haciéndome cada vez más pequeña, me metí caminando hacia atrás en el comedor de la vieja casa, de castaño, oscuro, con sólo dos ventanucos profundos, y me encogí en una esquina. Desde allí vi cómo mi abuelo entraba con el cuerpo de mi hermanito en brazos y lo depositaba sobre la mesa. Mi hermanito no se movía. Dormía, claro y puro, ligero como una pluma entre las manos fuertes de mi abuelo, quien lo dejó allí con una delicadeza que me hizo llorar en silencio, muda en el silencio del instante. Me asustó más el movimiento de mi abuelo que el miedo vibrante que se había creado cuando todo el mundo había empezado a buscar al pequeño. Era un año menor que yo. Es decir, él tenía 3. No sé si olvidé toda vivencia anterior, excepto ese perfume húmedo de remanso, el juego de las sombras de los árboles sobre el agua negra y el cemento, el sonido del río, o si realmente hasta entonces no había la luz de la conciencia penetrado mi frágil cuerpecito. Porque fue una luz, una luz, como he dicho, vibrante de ausencia, de sombra, una luz llena de miedo y a la vez que de calma sobrecogedora, la que me penetró entonces, mientras mi hermano muerto era depositado sobre la mesa.

vertical desde el horizonte

empatía de peces y ese sonido del mar

humilde en el hueco, en la cama de redes y sogas
respiro
el viento caliente
espero otra temporada de temblor

una ballena gris de granito se acerca
vertical desde el horizonte

un chorro disparado a mí de piedra
pueblos doblados de senderos en el aire

directo desde su frente, en la que flotan
restos de juguetes y de barcos

tirito en el nido de maromas y algas en la piel
chillidos de gaviotas

la agitación en el vientre de la tierra y una columna de luz
desde lo alto
clavada en el agua

.

el caminar

Me gustaría saber quién caminó así por vez primera. Quién de entre los hombres definió, fijó, el caminar así, con las piernas tan grandes y las manos en los bolsillos. Por el mediodía pasa un hombre delgado de piel blanca, y camina así. Me pregunto si fue Gene Kelly o quién, qué hombre lo consiguió, fijar así, de esa manera, un caminar sobre parterres de pensamientos. Las nubes están tan bajas… me lo pregunto. Quién, qué hombre, lo definió de tal manera efectiva, con esa certeza, el caminar de éste que se acerca. Hay una luz mate en Las cuatro calles; necesitas de una vez por todas cerrar persianas y puertas, comprender que no se puede, no es correcto, zambullirte así ni serio, ni conveniente. Andas abrazándote a la gente, sin ropajes, y pareces una mujer ansiosa. Cierra y calla, y aprende. No vayas a enseñar tus cromos a todo el que se cruza contigo. Quién inventó esa manera de caminar. El pelo mal cortado y las piernas como un robot asesino. Una piedra en la mano y en su interior un ojo. El hombre que así camina no piensa, sólo avanza, avanza sobre torrentes y transatlánticos varados, sobre invasiones de marabunta. Camina ante los mástiles de las embarcaciones de nuevo rico del puerto, que entrechocan en el gris medio día con sonido de poblado africano. Quién fue, que no lo recuerdo, quién fue el primero que conquistó ese ritmo. Aunque te sientas empujada no debes abrazarte a los viandantes porque no les gustan las sacudidas, ¿no te das cuenta de cómo te miran, a través tuyo? Además, no sacudas. ¿No te he dicho miles de veces que tienes que tratarte como si fueras un jarrón chino? Mira ese hombre ligero y absurdo, que ya se retuerce y pega manotazos al aire. Tiene temblores. Cree que alguien habla en su oreja pero no entiende lo que alguien le dice porque alguien escupe al susurrar. Quién fue. Cuidado, que nadie te vea. ¿Fue un cómico desconocido del que lo único que perdura es este caminar terrible? No sé, no sé. No puedes mirar de esa manera, el amor no es como las fiestas de los pueblos, no se deshace en el ocaso, no tiras de un hilo y lo sigues entre carcajadas. Es llovizna. Míralo, míralo, que ha tropezado y se ha caído rodando. Míralo como abre la boca y levanta un puño hacia los niños que le arrojan piedras.

En su mano

Djo que ella hacía que comieran en su mano los hombres. Que los tenía controlados. Tenía 48 años e iba demasiado maquillada. No tenía culo. Y, sobre todo, bebía de golpe lo que le quedaba en la copa cuando veía que alguien iba a llamar al camarero. Mientras lo decía se apoyaba en su compañero de mesa, acercaba su cara a la de él. Y su marido o novio o hijo o lo que fuera la miraba desde un asiento alejado disimulando su preocupación. También él se acercaba demasiado a su compañera de mesa.
A los dos días ella estaba en una cafetería con el hombre sobre el cual casi se había abalanzado en la comida y le decía que no era el frío:
- Pero todo el mundo está bajo de ánimo. Pensar que es el frío puede relajarte. Pensar que viene de afuera. Que no puedes hacer nada más que ser paciente y esperar a que salga el sol.
- Pero no viene de afuera - decía ella con mohín de niña. - No, lo mío no viene de afuera. Viene de mi corazón.
No parecía tener deseos de llegar más lejos en su confesión.
Él tampoco.
Ella encéndió un cigarro. Con la uña pintada de rojo, como un cuerno, se quitó una gota de la comisura de los labios y se arregló el pelo. Parecía una actriz expresionista que imitara a una niña.
- Ay, el corazón - dijo él. Tenía una melena bastante rala, pero era de esos tipos de rostro infantil. Los ojos azules se le enterraban cada vez más en la cara carnosa.
- Sí. El corazón.
- ¿Hablamos de lo nuestro, entonces? ¿De cuánto dinero estaríamos hablando? ¿Cuentas con la aprobación del comité?
- El comité come en mi mano - dijo ella.
Él sonrió con satisfacción y cogió una aceituna.
- ¿De verdad?
- De verdad. En ésta - dijo ella, mientras agitaba las pulseras, con el cigarro en la mano.
- ¿Y no hay más que hablar, entonces?
- Nada - y esperó un momento. - Perdona. Tengo un día muy raro. Cosas mías. Problemas.
- Bueno, pues yo me voy a tener que ir.
- Claro.
- Tómate unas vacaciones.
- ¿Para qué? ¿Para quedarme en casa con él? ¿Luis? Prefiero trabajar.
- Tú sola.
- Ja. Si tuviera compañía agradable...
Él ya estaba poniéndose el abrigo y se perdió la mirada de ella, tímidamente refulgente. Ella llamó primero a su despacho para que le pidieran cita en la peluquería y después a un taxi. Se despidieron con un beso. Él le puso a ella la mano en el cuello y le dio una palmadita. Ella se quedó esperando al taxi mientras él caminaba calle abajo con un maletín. Había un viento helado, pero el cielo parecía temblar de nítido, afilado y azul.

Querida mamá:

El día ha estado lleno de flechas muy finas. Pero alegre, no obstante. Había por las calles surtidores y el viento traía gotas hasta mis mejillas. Hice lo que me dijiste: entré en una tienda y me compré unos pantalones y una camiseta verde. Me sentí un poco mejor, porque estaba muy guapa y además ya no hace tanto frío. Estaba muy alegre, mamá. Estaba feliz, te lo juro.
Pero mamá, pasó algo muy malo. Yo estaba en la biblioteca, y no tenía papel para escribir. Así que fui con un libro hasta la fotocopiadora. Hice una fotocopia para disimular y me llevé un montón de folios que me parecieron abandonados porque estaban tan oscuros que casi no podía leerse la letra. Me sentí orgullosa de mi atrevimiento. Me puse a escribir del otro lado muy contenta, porque, además, eran fotocopias de periódicos antiguos, y eso me hizo ilusión. Hablaban de unos pabellones para niñas que se habían inaugurado gracias a un prohombre que había perdido a su hija y deseaba hacer el bien. Había una foto de una niña regordeta con un lacito torcido en la cabeza, la niña que había muerto hacía tantos años. Además yo estaba sentada frente a un chico muy guapo y me sentía bien con mi camiseta verde, y él me sonreía. Yo escribía con letra muy pequeña y hacía dibujos con las líneas.
Pero mamá, al poco rato un hombre fue a la fotocopiadora y se puso a buscar cada vez más nervioso. Yo no sabía que hacer. Lo veía, desde donde estaba sentada, dar vueltas y echarse las manos a la cabeza, como diciendo que era lo más extraño que le había ocurrido en su vida. Me di cuenta de que buscaba las fotocopias que yo había cogido, pero no me atreví a decirle que las tenía yo. Pensaba que cada instante que pasaba sería más vergonzoso decir que yo las había cogido por error, y cada instante, de verdad, fue peor, como una caída.
Mamá. Mamá, fue terrible. Empecé a sudar y las gafas se me empañaron mientras el hombre, en voz cada vez más alta, le explicaba al bibliotecario que alguien había robado sus fotocopias. Empecé a llorar sin hacer ruido, pero no podía levantar la mirada, y sentía encima la del chico que tenía frente a mí, sobre mi piel que de tan roja debía de ser morada. Oh, mamá. Ardí como un tizón en el infierno y el mundo se paró. Y lo peor es que cuando el bibliotecario y el hombre se alejaron me deslicé bajo la mesa y allí me quedé, intentando no gritar, con la cabeza dentro de la camiseta, respirando mi propia respiración caliente, sudando, hasta que sentí que no quedaba nadie más que el bibliotecario y salí encorvada y corriendo. Que un día tan bonito haya terminado así. Si vuelvo a ver a ese chico algún día me desmayaré de vergüenza.
No sé cómo librarme de este sentimiento, mamá. Me está mordiendo. Había avanzado tanto. Me resquema. He empezado otra vez a arrancarme pelo. Hace horas que siento estas oleadas y no ceden, no ceden nada.

los párpados

- Todo el mundo sabe que yo quería enrollarme contigo. Y me has puesto en ridículo liándote con ese imbécil. Si me dejas meterme dentro de ti una sola vez te perdonaré.
- A lo mejor debería ofenderme por eso que me dices. Creo que no es muy respetuoso.
- Una sola vez.
- Me tientas. Si me emborrachas tienes alguna posibilidad. Me pesan los párpados. No puedo tenerlos abiertos.

susurros para el oído del moribundo

luces rojas y luces blancas en la autopista
luces amarillas que giran y letreros de neón
en los centros comerciales, en las fábricas
castillos de luces y una llama azul potentísima
en lo alto de la chimenea, hombres verdes que van a caminar
y hombres rojos, luces de la ambulancia, columnas blancas
que se clavan en las nubes sucias, ejércitos de farolas
de cuatro brazos en los aparcamientos, colmenas de luces verticales
agolpadas en el anfiteatro del valle, mensajes sobre la carretera
luces en la noche deslumbrante que parpadean y se deslizan
que se gritan unas a otras con estridencia
luces en túneles
luces en el salpicadero

ah, también luces color de miel en las casas de los pueblos
que dejaban sus puertas abiertas en el crepúsculo

pero entonces veinte millones de años atrás o veinte millones de años
en el futuro
o en el pasado
o en el futuro

sombras de nubes que se persiguen por las praderas de largos cabellos
bosques que susurran y acarician y el viento imparable
chillidos de pájaros que planean durante horas
olas pequeñas en playas de silencio
sobre todo el viento
tierra reseca un día que bebe al otro y se hincha, animales
que se cobijan bajo las hojas o acechan presas al mediodía
la luna, viajera que se oculta tras las colinas, o relámpagos
que estallan en la inmensidad e iluminan las montañas más lejanas
regueros, corrientes poderosas, torrentes, espejos
el sol que se pone naranja y rosado en un cielo de mármol
o el sol que surge como un bostezo interminable
la brisa entre tus plumas, pajarillo que inicia el vuelo
hilacha transparente del tiempo, que la lluvia hunde
y se eleva de nuevo cuando la tierra exhala

unas flores pequeñas

cayeron gotas sobre la roca que cubre el musgo
y unas flores tan pequeñas como el calor del sol
en febrero abren sus pétalos morados

tiembla la sonrisa en su cara para nosotros
“no te preocupes, ¿eh? estoy bien”
le sale poco a poco como ramitas mojadas
mientrs espera con el paraguas plegado en la mano
bajo el cielo de estaño

hipocresía frágil de carámbano
sostenida con hilos para nosotros

fondo de escritorio

la semana pasada tuve esas mariposas delicadas
de odilon redon
que me llenaban de paz

pero ahora tengo un hombre de torso desnudo
en el fondo de mi escritorio

buscaba un paisaje en blanco y negro
y lo encontré a él en medio de la tundra
posando en plan amateur
disfrutando

estaba en la maison de la pensée française
un día de mil novecientos cuarenta y nueve
cuando robert frank le dijo que se callara de una vez
que se quitara la camisa
y me mirara

ahora he de trabajar y no me concentro
cada vez que minimizo él me está mirando
su piel anda por todas partes